jueves, 23 de diciembre de 2010

La respuesta cristiana al racionalismo

Tercera Predicación de Adviento.
 “Dispuestos a dar razón de la esperanza que hay en nosotros”
(1 Pedro 3,15)
 1. La razón usurpadora
El tercer obstáculo, que hace a mucha parte de la cultura moderna “refractaria” al Evangelio, es el racionalismo. De éste pretendemos ocuparnos en esta última meditación de Adviento.

El cardenal, y ahora beato, John Henry Newman nos dejó un memorable discurso, pronunciado el 11 de diciembre de 1831, en la Universidad de Oxford, titulado The Usurpation of Raison, la usurpación, o la prevaricación, de la razón. En este título está ya la definición de lo que entendemos por racionalismo [1]. En una nota de comentario a este discurso, escrita en el prefacio a su tercera edición en 1871, el autor explica qué entiende con esta expresión. Por usurpación de la razón – dice – se entiende “ese cierto difundido abuso de esta facultad que se verifica cada vez que uno se ocupa de religión sin un adecuado conocimiento íntimo, o sin el debido respeto por los primeros principios propios a ella. Esta pretendida 'razón' es llamada por la Escritura 'la sabiduría del mundo'; es el razonar sobre religión de quien tiene la mentalidad secularista, y se basa sobre máximas mundanas, que le son intrínsecamente extrañas” [2].
En otro de sus Sermones universitarios, titulado “Fe y razón frente a frente”, Newman ilustra por qué la razón no puede ser el último juez en cuestiones de religión y fe, con la analogía de la conciencia.
“Nadie, escribe, diría que la conciencia se opone a la razón, o que sus dictados no puedan ser planteados de forma argumentativa; con todo, ¿quién, de ello, querrá argumentar que la conciencia no sea un principio original, sino que para actuar necesita esperar los resultados de un proceso lógico-racional? La razón analiza los fundamentos y los motivos de la acción sin ser ella misma uno de esos motivos. Por tanto, así como la conciencia es un elemento sencillo de nuestra naturaleza, y sin embargo sus operaciones necesitan ser justificadas por la razón, de la misma forma la fe puede ser cognoscible y sus actos pueden ser justificados por la razón, sin por ello depender realmente de ésta […].Cuando se dice que el Evangelio exige una fe racional, se quiere decir solo que la fe concuerda con la recta razón en abstracto, pero no que sea en realidad su resultado” [3].
Una segunda analogía es la del arte. “El crítico de arte –escribe – valora lo que él mismo no sabe crear; de la misma forma la razón puede dar su aprobación al acto de fe, sin ser por ello la fuente de la que esa fe emana” [4].
El análisis de Newman tiene rasgos nuevos y originales; saca a la luz la tendencia, por así decirlo, imperialista, de la razón de someter todo aspecto de la realidad a sus propios principios. Pero se puede considerar el racionalismo también desde otro punto de vista, estrechamente unido con el anterior. Por quedarnos en la metáfora política empleada por Newman, podríamos definirlo como la postura del aislacionismo, de cerrazón en sí misma de la razón. Este no consiste tanto en invadir el campo de los demás, sino en no reconocer la existencia de otro campo fuera del proprio. En otras palabras, en el rechazo de que pueda existir verdad alguna fuera de la que pasa a través de la razón humana.
Bajo este aspecto, el racionalismo no nació con la Ilustración, aunque ésta haya imprimido en él una aceleración cuyos efectos se observan aún. Es una tendencia con la que la fe ha tenido que echar cuentas desde siempre. No solo la fe cristiana, sino también la judía y la islámica, al menos en la Edad Media, conocieron este desafío.
Contra esta pretensión de absolutismo de la razón, se ha elevado en todas las épocas no sólo la voz de hombres de fe, sino también la de hombres militantes en el campo de la razón, filósofos y científicos. “El acto supremo de la razón, escribió Pascal, está en reconocer que existe una infinidad de cosas que la sobrepasan" [5]. En el instante mismo en que la razón reconoce su límite, lo franquea y lo supera. Este reconocimiento se produce por obra de la razón, y por ello es un acto exquisitamente racional. Es, literalmente, una “docta ignorancia” [6]. Un ignorar "con conocimiento de causa", sabiendo que no se sabe.
Se debe afirmar por tanto que pone un límite a la razón y la humilla aquel que no le reconoce esta capacidad de trascenderse. "Hasta ahora – escribió Kierkegaard – se ha dicho siempre esto: 'Decir que esto o aquello no se puede entender, no satisface a la ciencia que quiere entender'. Ese es el error. Se debe decir precisamente lo contrario: mientras que la ciencia no quiera reconocer que hay algo que no puede entender, o – de forma más precisa – algo de lo que ella claramente 'comprende que no puede entender', todo estará desordenado. Por ello es un deber del conocimiento humano comprender que existen y cuáles son las cosas que no puede entender” [7].
2. Fe y sentido de lo Sagrado
Es de esperar que este tipo de controversia recíproca entre fe y razón continúe también en el futuro. Es inevitable que cada época vuelva a hacer el camino por su propia cuenta, pero ni los racionalistas convertirán con sus argumentos a los creyentes, ni los creyentes a los racionalistas. Es necesario encontrar un camino para romper este círculo y liberar a la fe de este atasco. En todo este debate sobre razón y fe, es la razón la que impone su elección y obliga a la fe, por así decirlo, a jugar fuera de casa y a la defensiva.
De ello era muy consciente el cardenal Newman, que en otro de sus discursos universitarios pone en guardia contra el riesgo de una mundanización de la fe en su deseo de correr detrás de la razón. Dice que comprende, aunque no puede aceptarlas del todo, las razones de aquellos que están tentados de desvincular completamente la fe de la investigación racional, a causa “ de los antagonismos y las divisiones fomentadas por la argumentación y el debate, la confianza orgullosa que a menudo acompaña al estudio de las pruebas apologéticas, la frialdad, el formalismo, el espíritu secularista y carnal, mientras que la Escritura habla de la religión como de una vida divina, arraigada en los afectos y que se manifiesta en gracias espirituales” [8].
En todas las intervenciones de Newman sobre la relación entre razón y fe, entonces no menos debatida que hoy, se observa una advertencia: no se puede combatir el racionalismo con otro racionalismo, aunque sea en sentido contrario. Es necesario por tanto encontrar otro camino que no pretenda sustituir el de la defensa racional de la fe, pero al menos que la acompañe, también porque los destinatarios del anuncio cristiano no son sólo los intelectuales, capaces de empeñarse en este tipo de controversia, sino también la masa de las personas corrientes indiferentes a él y más sensible a otros argumentos.
Pascal proponía el camino del corazón: “El corazón tiene razones que la razón no entiende” [9]; los románticos (por ejemplo, Schleiermacher) proponían el del sentimiento. Nos queda, creo, un camino que descubrir: el de la experiencia y del testimonio. No pretendo hablar aquí de la experiencia personal, subjetiva, de la fe, sino de una experiencia universal y objetiva que podemos por eso hace valer también ante personas aún extrañas a la fe. Esta no nos lleva hacia la fe plena y que salva:la fe en Jesucristo muerto y resucitado, pero nos puede ayudar a crear el presupuesto para ella, que es la apertura al misterio, la percepción de algo que está por encima del mundo y de la razón.
La contribución más notable que la moderna fenomenología de la religión ha dado a la fe, sobre todo en la forma que ésta reviste en la obra clásica de Rudolph Otto “Lo sagrado”[10], es la de haber mostrado que la afirmación tradicional de que hay algo que no se explica con la razón, no es un postulado teórico o de fe, sino un dato primordial de la experiencia.
Existe un sentimiento que acompaña a la humanidad desde sus principios y que está presente en todas las religiones y las culturas: el autor lo llama el sentimiento de lo numinoso. Este es un dato primario, irreducible a cualquier otro sentimiento o experiencia humana; embarga al hombre con un estremecimiento cuando, por cualquier circunstancia externa o interna a él, se encuentra ante la revelación del misterio “tremendo y fascinante” de lo sobrenatural.
Otto designa el objeto de esta experiencia con el adjetivo “irracional” (el subtítulo de la obra es “Lo irracional en la idea de lo divino y su relación con lo racional”); pero toda la obra demuestra que el sentido que él da al término “irracional” no es el de “contrario a la razón”, sino el de “fuera de la razón”, de no traducible en términos racionales. Lo numinoso se manifiesta en grados diversos de pureza: del estadio menos refinado, que es la reacción inquietante suscitada por las historias de espíritus y de espectros, al estadio más puro que es la manifestación de la santidad de Dios – el Qadosh bíblico -, como en la célebre escena de la invocación de Isaías (Is 6, 1 ss).
Si es así, la reevangelización del mundo secularizado pasa también a través de una recuperación del sentido de lo sagrado. El terreno cultural del racionalismo – su causa y al mismo tiempo su efecto – es la pérdida del sentido de lo sagrado, es necesario por ello que la Iglesia ayude a los hombres a remontar la pendiente y redescubrir la presencia y la belleza de lo sagrado en el mundo. Charles Péguy dijo que “la tremenda penuria de lo Sagrado es la marca profunda del mundo moderno”. Eso se advierte en todo aspecto de la vida, pero en particular en el arte, en la literatura y en el lenguaje de todos los días. Para muchos autores, ser definidos “irreverentes” ya no es una ofensa, sino un cumplido.
La Biblia es acusada a veces de haber “desacralizado” el mundo por haber expulsado a las ninfas y divinidades de los montes, de los mares y de los bosques, y haber hecho de ellos simples criaturas al servicio del hombre. Esto es verdad, pero es precisamente despojándolas de esta falsa pretensión d ser ellos mismos divinidades, como la Escritura los ha restituido a su naturaleza genuina de “signo” de lo divino. Es la idolatría de las criaturas lo que la Biblia combate, no su sacralidad.
Así “secularizada”, la Creación tiene aún el poder de provocar la experiencia de lo numinoso y de lo divino. De una experiencia de este tipo lleva el signo, en mi opinión, la célebre declaración de Kant, el representante más ilustre del racionalismo filosófico:
Dos cosas llenan mi alma de admiración y veneración siempre nueva y creciente, cuanto más a menudo y por más tiempo la reflexión se ocupa de ellas: el cielo estrellado sobre mí, y la ley moral en mí. […]. La primera comienza desde el lugar que yo ocupo en el mundo sensible externo, y extiende la conexión en la que me encuentro a una grandeza interminable, con mundos y mundos, y sistemas y sistemas; y aún después a los tiempos ilimitados de su movimiento periódico, de su principio y de su duración” [11].
Un científico vivo, Francis Collins, nombrado hace poco académico pontificio, en su libro “El lenguaje de Dios”, describe así el momento de su vuelta a la fe: “En una hermosa mañana de otoño, mientras por primera vez, paseando por las montañas, me dirigía al oeste del Mississippi, la majestad y belleza de la creación vencieron mi resistencia. Comprendí que la búsqueda había llegado a su fin. La mañana siguiente, al salir el sol, me arrodillé sobre la hierba húmeda y me rendí a Jesucristo” [12].
Los mismos descubrimientos maravillosos de la ciencia y de la técnica, en lugar de llevar al desencanto, pueden convertirse en ocasiones de estupor y de experiencia de lo divino. El momento final del descubrimiento del genoma humano es descrito por el mismo Francis Collins, que dirigió el equipo directivo que llevó a este descubrimiento, “una experiencia de exaltación científica y al mismo tiempo de adoración religiosa”. Entre las maravillas de la creación, nada hay más maravilloso que el hombre y, en el hombre, que su inteligencia creada por Dios.
La ciencia desespera ya de tocar un límite máximo en la exploración de lo infinitamente grande que es el universo y en la exploración de lo infinitamente pequeño que son las partículas subatómicas. Algunos hacen de estas “desproporciones” un argumento a favor de la inexistencia de un Creador y de la insignificancia del hombre. Para el creyente, éstas son el signo por excelencia, no solo de la existencia sino también de los atributos de Dios: la vastedad del universo, es signo de su infinita grandeza y trascendencia, la pequeñez del átomo, lo es de su inmanencia y de la humildad de su encarnación que le llevó a hacerse niño en el seno de una madre y minúsculo pedazo de pan en las manos del sacerdote.
Tampoco en la vida humana cotidiana faltan ocasiones en las que es posible hacer experiencia de “otra” dimensión: el enamoramiento, el nacimiento del primer hijo, una gran alegría. Es necesario ayudar a las personas a abrir los ojos y a volver a encontrar la capacidad de sorprenderse. “Quien se asombra, reinará”, dice un dicho atribuido a Jesús fuera de los Evangelios [13]. En la novela Los hermanos Karamazov, Dostoevskij refiere las palabras que el starez Zosimo, aún oficial del ejército, dirige a los presentes en el momento en que, deslumbrado por la gracia, renuncia a batirse en duelo con su adversario: “Señores, girad la mirada alrededor a los dones de Dios: este cielo límpido, este aire puro, esta hierba tierna, estos pajaritos: la naturaleza es tan bella e inocente, mientras que nosotros, solo nosotros, estamos lejos de Dios, y somos estúpidos y no comprendemos que la vida es un paraíso, pues bastaría que quisiéramos comprenderlo, y en seguida éste se instauraría en toda su belleza, y nosotros nos abrazaríamos y romperíamos a llorar” [14]. ¡Este es el sentido genuino de la sacralidad del mundo y de la vida!
3. Necesidad de testigos
Cuando la experiencia de lo sagrado y de lo que nos llega de repente e inesperada desde fuera de nosotros, es acogida y cultivada, se convierte en experiencia subjetiva vivida. Se tienen así los “testigos” de Dios que son los santos y, de modo totalmente particular, una categoría de estos, los místicos.
Los místicos, dice una celebre definición de Dionisio Areopagita, son aquellos que han “padecido a Dios” [15], es decir, que han experimentado y vivido lo divino. Son, para el resto de la humanidad, como los exploradores que entraron primero, a escondidas, en la Tierra Prometida y después volvieron atrás para referir lo que habían visto – “una tierra que mana leche y miel” - exhortando a todo el pueblo a atravesar el Jordán (cf Num 14,6-9). Por medio de ellos nos llegan a nosotros, en esta vida, los primeros fulgores de la vida eterna.
Cuando leemos sus escritos, ¡qué alejadas parecen, e incluso qué ingenuas, las más sutiles argumentaciones de los ateos y de los racionalistas! Nace, hacia estos últimos, un sentido de estupor y también de pena, como ante uno que habla de cosas que manifiestamente no conoce. Como quien creyera descubrir continuos errores de gramática en un interlocutor, y no se diese cuenta de que simplemente está hablando otra lengua que él no conoce. Pero no hay ninguna gana de ponerse a rebatirles, tanto las propias palabras dichas en defensa de Dios parecen, en ese momento, vacías y fuera de lugar.
Los místicos son, por excelencia, los que han descubierto que Dios “existe”; es más, que sólo él existe verdaderamente y que es infinitamente más real que aquello que con frecuencia llamamos realidad. Fue precisamente en uno de estos encuentros como una discípula del filósofo Husserl, judía y atea convencida, una noche descubrió al Dios vivo. Hablo de Edith Stein, ahora santa Teresa Benedicta de la Cruz. Era huésped de unos amigos cristianos y una noche que estos tuvieron que ausentarse, no sabiendo qué hacer, cogió un libro de su biblioteca y se puso a leerlo. Era la autobiografía de santa Teresa de Ávila. Siguió leyendo toda la noche. Llegada al final, exclamó sencillamente: “¡Ésta es la verdad!". Por la mañana fue a la ciudad a comprar un catecismo católico y un misal, y tras haberlos estudiado, se dirigió a una iglesia cercana y pidió al sacerdote ser bautizada.
Yo también tuve una pequeña experiencia del poder que tienen los místicos de hacer tocar con la mano lo sobrenatural. Era el año en el que se discutía mucho sobre un libro de un teólogo titulado: “¿Existe Dios?” (Existiert Gott?) pero, al llegar al final de la lectura, eran muy pocos los que estaban dispuestos a cambiar la interrogación del título por una exclamación. Yendo a un congreso, me llevé conmigo el libro de los escritos de la beata Angela de Foligno que no conocía aún. Me quedé literalmente deslumbrado; lo llevada conmigo a las conferencias, lo abría en cada pausa, y a final lo cerré diciéndome: “¿Si Dios existe? ¡No solo existe, sino que es verdaderamente fuego devorador!”
Por desgracia, una cierta moda literaria ha conseguido neutralizar también la “prueba” viviente de la existencia de Dios que son los místicos. Lo ha hecho con un método singularísimo: no reduciendo su número, sino aumentándolo, no restringiendo el fenómeno, sino dilatándolo desmesuradamente. Me refiero a aquellos que en una colección de místicos, en antologías de sus escritos, o en una historia de la mística, ponen juntos, como pertenecientes al mismo tipo de fenómenos, a san Juan de la Cruz y a Nostradamus, a santos y a excéntricos, mística cristiana y cábala medieval, hermetismo, teosofismo, formas de panteísmo e incluso la alquimia. Los místicos verdaderos son otra cosa y la Iglesia tiene razón en ser tan rigurosa en su juicio sobre ellos.
El teólogo Karl Rahner, retomando, parece, una frase de Raimundo Pannikar, afirmó: “El cristiano de mañana, o será un místico o no será”. Quería decir que, en el futuro, será el testimonio de personas que tienen una profunda experiencia de Dios el que mantenga viva nuestra fe, más que la demostración de su plausibilidad racional. Pablo VI decía, en el fondo, lo mismo cuando afirmaba en la Evangelii nuntiandi (nr.41): “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio”.
Cuando el apóstol Pedro recomendaba a los cristianos estar preparados para “dar razón de su esperanza” (1 Pe 3,15), es cierto, por el contexto, que él tampoco pretendía hablar de razones especulativas o dialécticas, sino de las razones prácticas, es decir, de su experiencia de Cristo, unida al testimonio apostólico que la garantizaba. En un comentario a este texto, el cardenal Newman, habla de “razones implícitas”, que son, para el creyente, más íntimamente persuasivas que no las razones explícitas y argumentativas [16].
4. Un estremecimiento de fe en Navidad
Llegamos así a la conclusión práctica que más nos interesa en una meditación como esta. No sólo los no creyentes y los racionalistas necesitan irrupciones imprevistas de lo sobrenatural en la vida para llegar a la fe; las necesitamos también nosotros los creyentes para reavivar nuestra fe. El peligro mayor que corren las personas religiosas es el de reducir la fe a una secuencia de ritos y de fórmulas, repetidas incluso con escrúpulo, pero de forma mecánica y sin participación íntima de todo el ser. “Este pueblo se acerca a mí con la boca – se lamenta Dios en Isaías –, y me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí, y el temor que me tiene no es más que un precepto humano, aprendido por rutina” (Is 29, 13).
La Navidad puede ser una ocasión privilegiada para tener este estremecimiento de fe. Esta es la suprema “teofanía” de Dios, la más alta “manifestación de lo Sagrado”. Por desgracia el fenómeno del secularismo está despojando a esta fiesta de su carácter de “misterio tremendo” – es decir, que induce al santo temor y a la adoración –, para reducirlo al único aspecto de “misterio fascinante”. Fascinante, lo que es peor, en sentido sólo natural, no sobrenatural: una fiesta de los valores familiares, del invierno, del árbol, de los renos y de Papá Noel. Existe en algunos países la intención de cambiar también el nombre de Navidad por el de “fiesta de la luz”. En pocos casos la secularización es tan visible como en Navidad.
Para mí, el carácter “numinoso” de la Navidad está ligado a un recuerdo. Asistía un año a la Misa de Medianoche presidida por Juan Pablo II en San Pedro. Llegó el momento del canto de las Calendas, es decir, la solemne proclamación del nacimiento del Salvador, presente en el antiguo Martirologio y reintroducida en la liturgia navideña después del Vaticano II:
“Muchos siglos después de la creación del mundo...
Trece siglos después de la salida de Egipto...
En la 195ª Olimpiada,
en el año 752 de la fundación de Roma...
En el cuadragésimo segundo año del imperio de César Augusto,
Jesucristo, Dios eterno e Hijo del eterno Padre, siendo concebido por obra del Espíritu Santo, transcurridos nueve meses, nace en Belén de Judá de la Virgen María, hecho hombre”.
Llegados a estas últimas palabras sentí la que se llama “la unción de la fe”: una imprevista claridad interior, por la que recuerdo que decía dentro de mí: “¡Es verdad! ¡Es verdad todo esto que se canta! No son solo palabras. Lo eterno entra en el tiempo. El último acontecimiento de la serie ha roto la serie; ha creado un “antes” y un “después” irreversibles; el cómputo del tiempo que antes tenía lugar en relación a diversos acontecimientos (olimpiada tal, reino de tal), ahora sucede en relación a un único acontecimiento”. Una conmoción de repente me atravesó toda la persona, mientras solamente podía decir: “¡Gracias, Santísima Trinidad, y gracias también a ti, Santa Madre de Dios!”.
Ayuda mucho a hacer de la Navidad la ocasión para un sobresalto de fe encontrar espacios de silencio. La liturgia envuelve el nacimiento de Jesús en el silencio: Dum medium silentium tenerent omnia, mientras todo alrededor estaba en silencio. Stille Nacht, noche de silencio, se llama a la Navidad en el más difundido y querido de los villancicos. En Navidad deberíamos escuchar como dirigida personalmente a nosotros la invitación del Salmo: “Rendíos y reconoced que yo soy Dios” (Sal 46,11).
La Madre de Dios es el modelo insuperable de este silencio navideño: “María – está escrito – conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 19). El silencio de María en Navidad es más que un simple callarse; es maravilla, es adoración; es un “silencio religioso”, un ser superada por la realidad. La interpretación más verdadera del silencio de María es la que está en los iconos bizantinos, donde la Madre de Dios nos parece inmóvil, con la mirada fija, los ojos desorbitados, como quien ha visto cosas que no se pueden describir con palabras. María, la primera, elevó a Dios lo que san Gregorio Nacianceno llama un “himno de silencio” [17].
Celebra verdaderamente la Navidad quien es capaz de hacer hoy, a distancia de siglos, lo que habría hecho, si hubiese estado presente ese día. Quien hace lo que nos enseñó a hacer María: ¡arrodillarse, adorar y callar!


por Raniero Cantalamessa

[1] J.H. Newman, Oxford University Sermons, Londres 1900, pp.54-74; trad. Ital. de L. Chitarin, Bolonia, Ediciones Studio Domenicano, 2004, pp. 465-481.
[2] Ib.p. XV (trad. ital. Cit. p.726).
[3] Ib., p. 183 (trad. ital. Cit. p.575).
[4] Ibidem.
[5] B.Pascal, Pensieri 267 Br.
[6] San Agustín , Epist. 130,28 (PL 33, 505).
[7] S. Kierkegaard, Diario VIII A 11.
[8] Newman, op. cit., p. 262   (trad. ital. cit., p. 640 s).
[9] B. Pascal, Pensieri, n.146 (ed. Br. N. 277).
[10] R. Otto, Das Heilige. Über das Irrationale in der Idee des Göttlichen und seine Verhältnis zum Rationalem, 1917. ( Trad. ital. de E. Bonaiuti,  Il Sacro, Milán, Feltrinelli 1966).
[11] I. Kant, Critica della ragion pratica, Laterza, Bari, 1974, p. 197.
[12] F. Collins, The Language of God. A Scientist Presents Evidence for Belief, Free Press 2006, pp. 219 e 255.
[13] En Clemente Alejandrino, Stromati, 2, 9).
[14] F. Dostoevskij, Los Hermanos Karamazov, parte II, VI,
[15] Dionisio Areopagita, Nomi divini II,9 (PG 3, 648) ("pati  divina").
[16] Cf. Newman, “Implicit and Explicit Reason”, en  University Sermons, XIII, cit., pp. 251-277
[17] S. Gregorio Nacianceno, Carmi, XXIX (PG 37, 507).


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