jueves, 26 de mayo de 2011

FE, MORAL, POLÍTICA

Alocución de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata,
en la celebración de acción de gracias por un nuevo aniversario patrio (25 de mayo de 2011)

El infaltable tedéum de las fiestas patrias, más allá de las vicisitudes de su celebración oficial, atestigua una noble tradición argentina y expresa la índole religiosa de nuestro pueblo.
El bello himno latino del siglo V es una alabanza al Dios Uno y Trino, a quien se dirige la adoración, el agradecimiento y la súplica. Se reconoce así su soberanía en el orden de la creación y de la redención y se apela a su misericordia; a él se encomiendan los pueblos cristianos. En nuestro caso, el reconocimiento se ha dado desde los orígenes de la nacionalidad y fue asumido por nuestra constitución histórica desde el preámbulo, que invoca a Dios como fuente de toda razón y justicia.

La fórmula constitucional no debe ser interpretada como afirmación de un vago deísmo, ya que tiene sus raíces en una cultura fecundada por la fe cristiana. Implica el reconocimiento de lo que el cristianismo ha aportado a la vida nacional, y la percepción de que siempre puede contribuir a la solidez y armonía del orden político sin ser instrumentalizado por él y sin politizarse. Puede hacerlo a través del testimonio de los cristianos y de su inserción concreta en la dinámica social; así fue desde el principio, tal como aparece con toda claridad en los escritos del Nuevo Testamento, en las obras de los Santos Padres y en la enseñanza de los grandes doctores católicos. Cito al respecto una elocuente declaración de Pío XII: La Iglesia no puede recluirse inerte en el secreto de sus templos y desertar de su misión providencial de formar al hombre completo y así colaborar sin pausa a la constitución del sólido fundamento de la sociedad. Tal misión le es esencial. Considerada desde este ángulo, la Iglesia puede decirse que es la sociedad de aquellos que, bajo el influjo sobrenatural de la gracia, en la perfección de su dignidad personal de hijos de Dios y en el desarrollo armónico de todas las inclinaciones y las energías humanas, edifican la potente estructura de la convivencia humana.

En el Evangelio que hemos escuchado (Mt. 22, 15-22), Jesús distingue el ámbito del César y el ámbito de Dios. Esa sentencia confirma que el mesianismo cristiano no se ha ubicado en el espacio de lo político. El Señor, que había superado en el desierto tentaciones con evidentes implicaciones políticas, procuró cuidadosamente que no se confundiera su mesianidad con las figuras del Mesías que circulaban en la cultura religiosa del judaísmo de entonces. Su posición acerca del pago de tributos al emperador encuentra eco en la enseñanza de los apóstoles sobre el acatamiento que se debe a las autoridades temporales. Puede descubrirse un ethos político en la revelación del Nuevo Testamento, pero el Reino de Dios anunciado por Jesús y hecho presente en su persona y en su palabra no es un programa político; el cristianismo no contiene una fantasía utópica. Pero la fe cristiana despierta e ilumina la conciencia del hombre y fundamenta el orden ético al señalar un camino a la razón práctica, a la cual está confiada por su propia naturaleza la organización de la sociedad. Cuando la vida política se emancipa de la moral, so pretexto de mantener una plena neutralidad del Estado, se cierne sobre la sociedad el monstruo del totalitarismo. El cardenal Ratzinger escribió hace casi veinticinco años: la liberación respecto a la moral no es otra cosa, en su misma esencia, que una liberación hacia la tiranía. La pretensión de la ideología secularista de relegar al cristianismo a la función privada de satisfacer una necesidad religiosa, negando así su dimensión pública, priva a la comunidad política del fundamento ético que sólo la fe puede asegurarle. El Estado –decía también el actual pontífice Benedicto XVI– debe reconocer como base de su propia entidad una estructura fundamental de valores cristianamente fundamentados… Debe aprender que existe una base de verdades que no está sometida al consenso, sino que lo anticipa y lo hace posible. La referencia a Dios, fuente de toda razón y justicia es insoslayable para el recto ordenamiento de la sociedad. Vale la pena recordarlo cuando el cacareado progresismo de algunos políticos se identifica con la irreligión.

La sentencia de Jesús den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios (Mt. 22, 21) debe ser correctamente entendida. No sugiere un reparto igualitario de competencias, fifty-fifty. Tertuliano ya observaba que si bien la moneda ostenta la efigie del César y por lo tanto le pertenece, el hombre, que es imagen y semejanza de Dios pertenece a Dios. La obediencia a Dios, entonces, está muy por encima de la obediencia al Estado. Los primeros mártires del cristianismo supieron resistir la prepotencia de la autoridad imperial y no se doblegaron a su ambición totalitaria. Con su ejemplo animan a los cristianos de todos los tiempos a darle siempre a Dios lo que es suyo; según el pensamiento bíblico todo es suyo, también los reinos y los emperadores. ¿Habrían de excluirse acaso las actuales repúblicas y sus gobernantes, que tantas veces se creen omnipotentes?

La sociedad nunca está lograda plenamente, debe ser de continuo edificada sobre la base de una conciencia recta y en virtud de una seria educación en las virtudes sociales. Esta observación puede aplicarse también al orden político en cuanto que es éste un aspecto valiosísimo del bien común. La imperfección superlativa del orden político ha acompañado a la Argentina desde sus orígenes; quizá sea esta deficiencia la causa principal de nuestro estancamiento, de la frustración del destino que podríamos prometernos. La simultaneidad de la independencia con el cambio de régimen político resultó fatal. En el primer cuarto de siglo a partir de 1810 se sucedieron veinte gobiernos y esa inestabilidad resultó crónica, lo mismo que la oscilación entre ideología y pragmatismo y una inclinación suicida a la discordia. El año pasado celebramos el bicentenario de la Revolución de Mayo; hoy podemos contar doscientos años desde el 25 de mayo de 1811. En esa fecha ya la Primera Junta había cedido su lugar a la Junta Grande y los principales protagonistas eran arrollados por los desbordes de la política criolla; Saavedra y Moreno, por ejemplo, se devoraron recíprocamente. El célebre y discutido Plan de Operaciones instauró el terror jacobino –cuando todo el mundo había repudiado a Robespierre– y ese espíritu sanguinario, junto con los alardes antirreligiosos de los comisarios políticos destacados por Buenos Aires con el Ejército del Norte, causaron en buena medida la pérdida del Alto Perú. Señalo sólo esos datos, que podrían abultarse con otros semejantes como signos de mal agüero.

En la actualidad solemos destacar, con razón, el bien que significan casi tres décadas de estabilidad institucional, aunque han sido alteradas por frecuentes sobresaltos e incluyen el penoso demérito de una de las crisis más graves de nuestra historia. Sin contar con la subrepticia alteración, acentuada en estos años, de la cultura nacional y de su referencia originaria al orden natural y a la tradición cristiana. Los defectos políticos del pasado se actualizan en el menoscabo de las principales instituciones de la república, en violaciones evidentes del orden jurídico, en la frustración del federalismo y en las triquiñuelas electorales. La reforma política, que en un momento no lejano la ciudadanía pareció reclamar por unanimidad y con estrépito, todavía se hace esperar, por lo menos de aquellos que no se han entregado al conformismo. Una de las falencias capitales, que se registra, por supuesto, en otras latitudes, es la tendencia a identificar el Estado con el gobierno y a éste con el coto de un partido. De allí la demonización del adversario y el interesado favoritismo con los amigos. Así sufre la democracia. Al respecto decía el beato Juan Pablo II: La Iglesia aprecia el sistema de la democracia en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica. Por eso mismo, no puede favorecer la formación de grupos dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por motivos ideológicos, usurpan el poder del Estado (Centesimus annus, 46).

Los problemas que afectan a un régimen político son, principalmente, las deficiencias de sus hombres. En el caso de una república que asume procedimientos democráticos importa sobremanera la calidad moral de los ciudadanos y en especial sus virtudes cívicas, su respeto de la ley, su sentido de la justicia, el sincero patriotismo. Un dicho muy conocido afirma que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen. Más allá de la discutible verdad de esta sentencia, la afirmación supone una concepción orgánica de la sociedad, al modo de una personalidad corporativa. Existe una profunda vinculación entre la prudencia de los gobernantes y la prudencia de los gobernados; aunque por cierto sobre los primeros pesa una exigencia de ejemplaridad.

En la primera lectura de esta celebración escuchamos un sugestivo pasaje del libro del Éxodo que registra el consejo que Jetró, sacerdote de Madián, ofreció a su yerno Moisés, abrumado por el peso de la conducción del pueblo: elegir como colaboradores a hombres capaces, temerosos de Dios, dignos de confianza e insobornables (Éx. 18, 13-27). Ellos debían ejercer la función política de administrar justicia. La descripción esboza el perfil elemental de un político auténtico: competencia real para la función, confiabilidad, resistencia a influencias ajenas y al funesto atractivo de la coima, temor de Dios. Este último es uno de los valores bíblicos más destacados, que equivale al reconocimiento del único Señor y de su ley, al amor de Dios y al empeño en conocer y hacer su voluntad. También el salmo que siguió a la lectura proclama la bienaventuranza del hombre íntegro, fiel a Dios y misericordioso con su prójimo, que intenta reflejar en su vida la perfección del único que es, por excelencia, el Bondadoso, el Compasivo, el Justo (Sal. 111, 1-9).

La Iglesia sigue el consejo que el apóstol Pablo dirigió a su discípulo Timoteo: te recomiendo que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, por los soberanos y por todas las autoridades, para que podamos disfrutar de paz y de tranquilidad, y llevar una vida piadosa y digna (1 Tim. 2, 1 s.). Al elevar nuestra acción de gracias en el día de la Patria, roguemos por nuestros gobernantes y por todo el pueblo argentino.



Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata

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