viernes, 13 de mayo de 2011

La responsabilidad profesional del cristiano


por José María Martinez (ConoZe)

En los momentos y sociedad actuales uno de los errores más peligrosos para un cristiano, y para la Iglesia, sería el de pensar que uno puede limitar su vida espiritual y su fe al ámbito privado y desvincularla del ámbito civil, especialmente del profesional. No quiero decir sólo que esto sería antievangélico, en incluso antibíblico, ya que de ese modo el cristiano no reflejaría los treinta años de trabajo y vida civil de Jesucristo ni tampoco podría cumplir aquel mandato del Génesis de llenar y someter la creación.
Tampoco quiero decir que la ausencia en el mundo económico de una moralidad positiva y en gran parte cristiana explique el marasmo financiero y laboral en el que ahora nos encontramos, aunque esta ausencia no deja de ser una de sus causas. Quiero decir sobre todo que si no tratamos de llevar el ejemplo de nuestra vida cristiana a nuestra oficina o lugar de trabajo vamos a desaprovechar la que quizá es la mejor y más natural manera de cambiar el mundo y hacerlo más justo, más cristiano.
Aunque la perdurabilidad de la Iglesia la tenemos garantizada hasta el final de la Historia, el alcance y la efectividad de su mensaje dependen en gran manera del ejemplo y testimonio y conducta que sus miembros den a aquellos que no lo son. Y me parece que es claro que, sin dejar de ser importantes nuestro ejemplo en la vida familiar o en la comunidad eclesiástica a la que pertenecemos, nuestro contacto con ‘los gentiles’ modernos se va a dar sobre todo a través o en el ámbito de la vida civil y sobre todo profesional. Otros ámbitos, como la diversión, el entretenimiento, los clubes sociales o deportivos, actividades extraescolares, etc., no pierden importancia, pero creo que cualitativa y cuantitativamente no pueden compararse a la cantidad de tiempo y a la intensidad de relaciones que se producen en el trabajo, al que normalmente dedicamos un tercio de nuestra vida diaria.
Hay además otra razón de fondo para enfatizar esa responsabilidad profesional del cristiano. La historia de Occidente nos debe haber enseñado ya que desde el Renacimiento ésta se define por un proceso de secularización que va más allá de la simple (y conveniente) separación entre Iglesia y Estado, pues esa secularización ha acabado por alcanzar la forma de pensar de mucha gente y ha acabado por convertirse en el denominador de la cultura occidental. Y aquí secularización la tomo en su sentido negativo, equivalente casi a laicismo, y que es tan extremo como su opuesto, la sociedad teocrática.
Ahora bien, una de las razones principales de ese proceso secularizador ha sido, por un lado, la ausencia de pioneros profesionales que hayan sabido llevar una vida cristiana ejemplar (tampoco quiero decir que no los ha habido, pues estaría dejando de lado figuras como G. K. Chesterton, Louis Pasteur, Antonio Gaudí, Jerome Lejeune, etc.) sino que en esos siglos no han sido lo suficientemente numerosos o influyentes como para cambiar el curso de la historia. En este sentido, tampoco los cristianos podemos echar toda la culpa a los ataques y agresiones venidas de fuera, sino que hemos de aprender de los errores pasados.
De todos modos, tampoco hay que pensar que los ‘genios’ son absolutamente imprescindibles para la Iglesia. Aunque tienen gran importancia, el corazón y el cuerpo de la Iglesia lo sigue formando el fiel y ciudadano común, sin dotes quizá para llegar a esas alturas, pero al mismo tiempo en un volumen total que sigue siendo uno de los más altas membresías de todas las organizaciones de la Tierra. En otras palabras, una cantidad de personas tal que, comprometidas con su fe y vivida esta sin ruido pero con exigencia en su lugar de trabajo y en su familia, podríamos cambiar la faz del mundo y la mentalidad social como hicieron los primeros cristianos sin contar precisamente con un ejército de pensadores, científicos y artistas de primera línea, aunque algunos había.
La Iglesia y la sociedad actual con la emergencia de movimientos de laicos, organizaciones no gubernamentales o medios de comunicación mucho más democráticos (Internet) ha facilitado como nunca la posibilidad de influencia a través de esos grupos y ha convertido al ciudadano y fiel común en algo más que un número.
De nuevo, el ámbito secular no debe ser ajeno al cristiano («No te pido que los saques del mundo sino que los libres del mal»), ni éste debe tener una actitud de atrincheramiento o una mentalidad de ciudadano de segunda clase. Todo lo contrario, el cristiano debe ver ese mundo como algo tan suyo como la familia o la parroquia, de la misma manera que la función de un coche es correr por la carretera o las calles de una ciudad y no quedarse dando vueltas en la gasolinera o parado en el garaje de la casa. Y no debe serlo porque el progreso y el avance social sigue y seguirá siendo inevitable y estando guiado desde el mundo de la política, la ciencia, el arte, la tecnología, el derecho… Lo cual, por otro lado, no deja de ser lo deseable, ya que la función de Iglesia no es encabezar esas áreas sino formar a sus fieles para que sepan vivir en ellas de acuerdo a su fe. El problema surge cuando en esos campos no hay suficientes cristianos (en cantidad o en calidad) como para dar a esas disciplinas una orientación acorde a la dignidad humana que defiende y promueve el cristianismo. Y esto es lo que tenemos que cambiar.
La Iglesia necesita profesionales y profesionistas que se den cuenta y que vivan bien las dimensión objetiva y subjetiva que para el trabajo señaló Juan Pablo II en su encíclica Laborem exercens. Es decir, cristianos que vean en el trabajo el ámbito donde vivir y desarrollar las virtudes humanas y sobrenaturales que les van a asemejar a Jesucristo, él ambito donde vivir la templanza, la prudencia, la fortaleza, la justicia, la fe, etc. Si no se descubre eso, el trabajo del cristiano se reduce a un trabajar asalariado (poco diferente a una máquina), un lugar de sufrimiento o un medio de satisfacer el ego personal o los deseos de reputación. Si no se descubre que es también un medio de servicio a los demás y por tanto un lugar donde podemos vivir esa caridad cristiana que a veces sólo identificamos con la Madre Teresa o las ayudas al Tercer Mundo, habremos igualmente permanecido ciegos a una de sus dimensiones más profundas y habremos desaprovechado ocho horas diarias para vivir la virtud que mejor nos debería caracterizar. Hacer bien el trabajo es uno de los mejores medios de vivir la caridad.
Finalmente si no nos damos cuenta de que con el trabajo estamos continuando la creación de Dios (Dios obviamente no creó casas o coches, pero estos productos son una prolongación de lo que Él nos dio como materias primas), estamos omitiendo la posibilidad de darle una dimensión sobrenatural, de convertirlo en un don sacrificial análogo al de los patriarcas y sacerdotes del Antiguo Testamento, y al ofrecimiento que Jesucristo hizo de sí mismo en la Cruz.
La vida profesional del cristiano no consiste, pues, en el éxito personal o en el encumbramiento individual, sino más bien en algo más silencioso y profundamente altruista. Sólo así vamos a poder dar ejemplo a nuestros colegas y compañeros del significado del trabajo, de lo que significa responsabilidad cristiana del mismo y compromiso secular y civil de los hijos de la Iglesia. Sólo así podemos ser el verdadero fermento que Jesús quería para el resto de la masa social. Sólo si somos buenos profesionales —sin caer en lo que los americanos llaman ‘workaholism— vamos a hacer el cristianismo atractivo a los ciudadanos y trabajadores de esas áreas en las que se juega el futuro de la sociedad.
En el trabajo, en la vida profesional, nos estamos jugando mucho más que la supervivencia económica personal o de la familia; es el ámbito desde donde se hace el mundo del futuro, y que este sea más o menos cristiano, más o menos justo, depende de que los cristianos nos demos cuenta de su dimensión sobrenatural y redentora. Si no lo conseguimos, no podemos lamentarnos de que la historia de los últimos siglos se vuelva a repetir, y que nuestros hijos y nietos vuelvan a vivir en una sociedad secularizada, donde, como siempre, será posible ser santo y no faltará la ayuda y presencia de la Iglesia, pero donde seguirá siendo incómodo sentirse minoría y, sobre todo, ver la ingente cantidad de almas que estén viviendo una vida sólo material, de segunda clase, sin ningún tipo de desarrollo sobrenatural.

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