domingo, 20 de mayo de 2012

¿Qué hay detrás de la ideología de la no discriminación? (2da parte).

A propósito de la pretendida igualdad jurídica de las uniones matrimoniales y homosexuales (continuación).
  Por Juan Carlos Monedero (h)

La palabra «matrimonio»

 Pero ¿por qué buscan que se admita a la unión que ellos fomentan bajo el término matrimonio? ¿Acaso no podría pensarse o inventarse otra palabra? ¿No les basta hacer lo que quieren, al margen de todo código moral? ¿Es que necesitan un reconocimiento público y oficial de que su comportamiento no choca con nada? Respuesta: sí. Pero además de esto, que podría ser motivo de observaciones psicológicas y éticas, se encuentra la cuestión objetiva, el fondo y verdadero fin de la ideología de la no discriminación: el vaciamiento del significado de las palabras, para obtener deliberadamente la ruptura de la capacidad del discernimiento en las inteligencias. Como reseñó el boletín Notivida el 9 de noviembre de 2009, María José Lubertino –vaya nombre para la destructora de la familia humana, imagen de la Sagrada Familia–, hoy ex titular de la INADI, se expresó según términos que facilitan comprender el tema. Ella “destacó que al Plan Nacional contra la Discriminación adhirieron 21 provincias y que ese Plan tiene un acápite que contempla la no discriminación por orientación sexual; en este acápite, dijo, está la unión de homosexuales, aunque no prevé que sea «matrimonio», denominación que ella considera «sustantiva»”. Veamos qué está diciendo, en realidad, Lubertino. Astutamente advierte qué importante es tomar el control de la palabra y refugiar bajo su paraguas tanto la verdadera familia como las uniones contra la naturaleza. Aquí, sustantiva debe entenderse como no negociable, como objetivo principal, el cual –de no lograrse– implicaría la derrota.[4] En el mismo sentido, evidenciando un conocimiento superior de la importancia de la guerra semántica, Antonio Poveda –Presidente de la Federación Estatal de Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales de España– dijo: “Tiene que ser matrimonio, lo contrario es discriminatorio” [5]. Pero veamos por qué los inescrupulosos Lubertino y Poveda buscan apropiarse de esta denominación y lograr la cobertura legal de las uniones homosexuales al amparo de este vocablo y no de otro. ¿Es tan importante la palabra matrimonio? ¿No son acaso cuestiones de palabras, pero no de cosas? ¿No podría valer lo mismo cualquier otra palabra? ¿Acaso nosotros estamos discutiendo palabras? ¿Es tan importante? Absolutamente. Tanto por el fundamento que la importancia de la palabra tiene, como por el interés de los enemigos –mucho más atentos a los matices de las cosas que nosotros–, es fácil darse cuenta cuánta entidad tiene el control de un vocablo. Las palabras significan cosas y cada una de ellas contiene, en sí misma, una capacidad de influir directa sobre las mentes: “Esta vía de influencia mental es tan real y tan profunda, que ha podido decirse que quien posea el arte de manejar las palabras poseerá la de manejar los espíritus. Su influencia será cada vez mayor a medida que las generaciones nazcan ya en el seno de un lenguaje manipulado y «dialectizado»”[6]. ¿Qué es lo que sucede cuando una misma palabra ya no significa única y exclusivamente una cosa sino que, también, puede significar otra (en este caso, su contrario)? ¿Qué ocurre si esto sucede? Se da aquí, entonces, la funesta tolerancia y coexistencia de la verdad con el error, al amparo del mismo techo. La tolerancia de la verdad para con el error es lo que comienza a ablandar y a suavizar, lenta pero inflexiblemente, la doctrina. La tolerancia de la verdad para con el error, la tolerancia de “lo bueno” para con lo malo y de “lo bello” para con lo feo, debilita, desmoraliza y desanima las almas de quienes viven el verum, el bonum y el pulchrum con toda la intensidad que se requiere. Si el mismo término –«matrimonio»– comienza a significar, indistintamente, tanto una realidad natural como otra contra la naturaleza, en el imaginario colectivo la norma que termine autorizándolo tendrá como efecto desdibujar y si fuera posible aniquilar la diferencia entre lo natural y lo antinatural, pues “la misma” palabra significa las dos cosas. Y donde no hay límite que distinga todo está permitido, porque no hay nada que discrimine aquello permitido de aquello no-permitido. La coexistencia pacífica de lo natural con lo antinatural es la muerte de la naturaleza. Advirtiendo ya el problema, en pleno siglo XIX, el Cardenal Pie abría sus páginas –en su sermón La intolerancia doctrinal– con esta sentencia que puede aplicarse perfectamente a nuestro tema: “Condenar la verdad a la tolerancia es forzarla al suicidio”. Y decía, entonces, desde el púlpito: “La afirmación se aniquila si ella duda de sí misma, y duda de sí misma si permanece indiferente a que la negación se coloque a su lado. Para la verdad, la intolerancia es el anhelo de la conservación, el ejercicio legítimo del derecho de propiedad. Cuando se posee, es preciso defenderse, bajo pena de ser en breve totalmente despojado”. La verdad es de por sí un límite; ella divide, marca un trazo y separa del error. Cuando la verdad no separa del error, no es verdad. Cuando el bien no lucha contra el mal, no es bien. Cuando la belleza no se opone a lo fealdad, no es belleza: “Quienquiera que ama la verdad aborrece el error y este aborrecimiento del error es la piedra de toque mediante la cual se reconoce el amor a la verdad. Si no amas la verdad, podrás decir que la amas e incluso hacerlo creer a los demás, pero puedes estar seguro de que, en ese caso, carecerás de horror hacia lo que es falso, y por esta señal se reconocerá que no amas la verdad”[7]. La “no-discriminación” relacionada con la cita de Heidegger La tolerancia de la verdad y de la naturaleza para con el error y lo antinatural se convierte, pues, en la muerte de la verdad y de la naturaleza, ya que al admitir en su seno lo contradictorio –en nuestro caso, lo que no es matrimonio– admite por lo mismo en su interior a la nada. Entre la verdad y el error no cabe un término medio. Pero si la misma palabra se usa para dos cosas opuestas, tanto el ser como la nada son admitidos simultáneamente; ambos son hechos propios, a ambos le son abiertas las puertas. Pero abrirle las puertas a dos posturas, al mismo tiempo, es considerado por todos como un signo de su carácter complementario, y no como un signo de su carácter opuesto. Si a dos posturas contradictorias se las admite en el mismo recinto, bajo la misma denominación, ésto es un signo tácito de que ellas “no son” contradictorias. Pero si no son contradictorias, si la verdad y el error ya no se oponen invenciblemente, si el ser y la nada ya no son inconciliables, entonces se da precisamente el error hegeliano: la identidad entre el ser y la nada, la identidad entre lo diferenciado y lo no-diferenciado, la identidad de los contradictorios. Error en que cae Hegel y más tarde Heidegger. “¿No pertenece a la esencia de la verdad, justamente lo opuesto a su esencia? (…) ¿no tiene entonces que retomar la hasta ahora omitida no esencia de la verdad, la no verdad, y admitirla expresamente en la esencia de la verdad? ¡Evidentemente!”. Contemplamos así el quiebre de la capacidad de discernimiento de la inteligencia humana, pues ya no hay línea que divida y distinga la verdad del error, lo bueno de lo malo, lo bello de lo feo, la naturaleza de la contranatural; en última instancia, el ser de la nada: “La mezcla de la verdad y el error produce, en boca del mundo, efectos desastrosos. Da a la verdad apariencia de error y al error apariencia de verdad. Hace participar a aquél del respeto que a aquélla se debe”[8]. Esto es lo que hay detrás de la ideología de la no discriminación. Veámoslo. 
 Lo oculto y lo manifestado 
 El INADI se dedica a condenar a aquellas acciones que señala como “discriminatorias”. Valga una importante aclaración a la hora de repudiar y de combatir esta entidad inicua. Aquí no se pretende probar –como intentando oponerse al INADI– que la defensa del Orden Natural, de la verdadera naturaleza del matrimonio, etc., no sería tipificable como “discriminación”, quedando todas aquellas cosas buenas “dentro del marco de la ley”. Hay una cuestión más de fondo que la de eludir la condena legal: la guerra de las palabras. Hay un manoseo de las palabras, sobre todo de la palabra discriminación. No se trata de jugar al póker con cartas marcadas, o de intentar ganarle a los tramposos en su propio juego. Se trata precisamente de lo contrario; no puede ser de otra manera ni siquiera por alegadas razones tácticas o prácticas, pues “Lo contrario de la Revolución no es la revolución al revés, sino la contrarrevolución”. Nuestro camino para oponernos frontalmente al INADI pasará por restaurar el hábito noble y diferenciador de las palabras. No es el caso demostrar que el Orden Natural no es discriminatorio: el caso es demostrar que no toda discriminación es, en sí misma, injusta. El caso es demostrar que no toda discriminación implica, por sí misma, un desprecio de la persona, de su nacionalidad, de su condición racial o de cualquier otro de sus atributos o particularidades. El caso es demostrar que aquellos que defienden y fomentan la ideología de la no discriminación, están interesados –por lo mismo– en que no haya luz, porque sus obras son malas. Si lograran hacernos creer que no hay línea divisoria entre la naturaleza y la contranaturaleza, entonces “tendrían derecho” a hacer de sus vidas lo que se les antoje, pues el día que tanto la ley como el sentido común de la gente enmudezca para señalar a las sombras y llamarlas por su nombre, sólo quedará la amonestación de su propia conciencia –si es que no la han matado aún–, pero no las amonestaciones externas. De ahí la importancia de que siempre haya una voz que diga la verdad: “Así dice el Señor: «A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al malvado: «¡Malvado, eres reo de muerte!», y tú no hablas, poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre; pero si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, si no cambia de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida»”. [9] Pero entonces, ¿qué hay detrás de la ideología de la no discriminación? ¿Qué es lo que se manifiesta y qué lo que se oculta en esta pretensión claramente ideológica? El odio a la luz. La luz es diferenciadora. La luz distingue. La luz marca el límite, marca la definición. Definir significa marcar el fin, el límite, la línea y el contorno de las cosas: “A partir de aquí esto es, a partir de allí esto no es”. La definición implica un “sí” tanto como implica un “no”. El lenguaje es naturalmente una definición, pues para hacernos entender debemos decir algunos sí y muchos no. En nuestro caso, la luz a la cual nos referimos es la luz de la inteligencia, el logos participado en el hombre; logos participado que remite al Logos Imparticipado. Pero para obrar el mal sin amonestaciones ni alarmas a su conducta, es necesario que los hombres se quiten los ojos. Para quitarse los ojos deben negar el hábito diferenciador y discriminador de la inteligencia: la facultad del discernimiento. Sólo así ejecutarán sus crímenes en completa oscuridad, ya sin amonestaciones ni límites que los incomoden. El ladrón y el asesino se refugian en las tinieblas de la noche. “¡Ay de aquellos que llaman bien al mal y mal al bien…!” La heterosexualidad es lo natural, la homosexualidad lo antinatural. Esto es así y ningún artilugio semántico o lingüístico puede disimular el hecho de que la complementariedad entre los órganos sexuales masculino y femenino no es convencional, no es arbitraria, no es histórica, no es fruto de un contrato entre sociedades. Esta complementariedad, “vinculación”, “adaptación” de una función a su facultad, tampoco es convencional, tampoco puede ser fruto de decisiones humanas, ni es sujeta a los cambios del tiempo, ni es fruto de diversas estructuras de pensamiento de cada sociedad. ¿Y con qué palabra designamos a lo que ni es convencional, ni arbitrario, ni histórico ni fruto de la sociedad? ¿Con qué palabra designamos a lo que no está sujeto a la voluntad ni a los contratos ni a las estructuras de pensamiento del hombre? Con la palabra “naturaleza”. (continúa).

No hay comentarios:

Publicar un comentario