viernes, 6 de junio de 2014

Polémicas matrimoniales (III): un tema doctrinal.


por Bruno Moreno Ramos.

En nuestro análisis de la propuesta del Cardenal Kasper en favor de que los divorciados en nuevas uniones reciban la comunión, vamos a tratar hoy un aspecto importante de la misma: si se trata de una propuesta pastoral o más bien doctrinal. Para ello, examinaremos la coherencia interna que tiene o que no tiene la propuesta.
Por supuesto, la coherencia interna de una argumentación no es suficiente para que sea verdadera, pero si esa argumentación resulta contradictoria en sí misma, es seguro que es errónea.
Empecemos por el principio fundamental. Y no seré yo quien lo elija, sino que es el escogido por el propio Cardenal Kasper, el cual ha afirmado que su propuesta no es contraria a la indisolubilidad del matrimonio sacramental enseñada y defendida por la Iglesia:
“¿Qué puede hacer la Iglesia en esa situación? No puede proponer una solución diversa o contraria a las palabras de Jesús. La indisolubilidad de un matrimonio sacramental y la imposibilidad de un nuevo matrimonio durante la vida del cónyuge forma parte de la tradición de fe vinculante de la Iglesia que no puede abandonarse ni disolverse haciendo referencia a una comprensión superficial de la misericordia a bajo precio” (Discurso del Cardenal Casper ante el consistorio del 20 de febrero de 2014).
Muy bien. Nada que objetar. El matrimonio sacramental, como reconoce el Cardenal Kasper, es indisoluble. Se trata de una verdad de fe y la Iglesia no puede modificarla. Como dice el Código de Derecho Canónico, entre bautizados “el matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano ni por ninguna causa fuera de la muerte” (CIC 1141).
Ahora bien, esa indisolubilidad tiene que tener consecuencias. De otro modo, se mantiene la palabra indisoluble pero vacía de sentido. Vamos a examinar esas consecuencias en el contexto de la propuesta del Cardenal Kasper. Si un católico válidamente casado contrae un matrimonio civil, tenemos dos opciones: O bien se da algún tipo de validez a la segunda unión o consideramos que esta no tiene validez. O hay un nuevo matrimonio, o no lo hay. Tertium non datur.
La primera posibilidad consiste, pues, en considerar que la segunda unión tiene validez matrimonial (ya sea sacramental o incluso meramente natural). Si creemos en la indisolubilidad del matrimonio sacramental y se da algún tipo de validez a la segunda unión, eso supone, ni más ni menos que estamos aceptando la bigamia, porque habría dos matrimonios simultáneos y esa persona estaría casada válidamente a la vez con dos personas. Además, en este caso, la indisolubilidad que ha defendido el propio Cardenal nos obligaría a defender, que, si el divorciado en una nueva unión luego dejara a su nueva pareja y volviera con su esposa original, ya fuera de forma definitiva o temporal, estaría completamente en su derecho, ya que ese matrimonio seguiría siendo válido.
No creo que haga falta explicar por qué esta opción es una locura. Ni siquiera las sociedades postcristianas aceptan la poligamia, al menos por ahora. Es evidente que, lejos de constituir un avance, esta posibilidad supondría retroceder a los tiempos del Antiguo Testamento y a la vieja “dureza de corazón”, que Cristo superó con la nueva Ley evangélica. 
La otra opción es que la segunda unión no tenga validez como matrimonio. En ese caso, la nueva unión es, simplemente, una convivencia de hecho. Parece que este es el escenario al que se inclina el Card. Kasper (“la imposibilidad de un nuevo matrimonio durante la vida del cónyuge forma parte de la tradición de fe vinculante de la Iglesia”). En ese caso, se mantiene la indisolubilidad del matrimonio y ya no existe la objeción de la bigamia, lo cual es un alivio.
Existe, sin embargo, otra objeción grave. Esas dos personas están conviviendo como si fueran esposos, incluyendo las relaciones sexuales, pero sin estar casados. Y ya sabemos cómo se llama ese tipo de convivencia según la tradición católica:
“La fornicación es la unión carnal entre un hombre y una mujer fuera del matrimonio. Es gravemente contraria a la dignidad de las personas y de la sexualidad humana, naturalmente ordenada al bien de los esposos, así como a la generación y educación de los hijos” (Catecismo de la Iglesia Católica 2353).
Como recuerda el Catecismo, la fornicación es un pecado grave. La Iglesia, ciertamente, no puede dispensar de las normas básicas de castidad, así que el que comete este pecado y no se arrepiente del mismo no puede recibir la absolución ni comulgar. De nuevo, la necesidad de arrepentimiento y propósito de la enmienda para recibir la absolución y comulgar es algo de lo que la Iglesia no puede dispensar porque no tiene poder para ello. Igual que cualquier otra pareja que conviva sexualmente sin estar casados, el divorciado que convive con su nueva pareja, según la moral católica, está en pecado grave. No es posible entender en qué sentido existe aquí una nueva situación, porque personas que conviven sin estar casadas han existido siempre.
Por supuesto, a esto hay que añadir la gravedad del adulterio, ya que, además de un pecado grave contra la castidad, se está cometiendo un pecado grave contra la justicia, al estar en situación de contradicción objetiva con el vínculo matrimonial, que permanece en vigor:
“[…] El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio público y permanente […]” (Catecismo de la Iglesia Católica 2384)
“El adulterio es una injusticia. El que lo comete falta a sus compromisos. Lesiona el signo de la Alianza que es el vínculo matrimonial. Quebranta el derecho del otro cónyuge y atenta contra la institución del matrimonio, violando el contrato que le da origen. Compromete el bien de la generación humana y de los hijos, que necesitan la unión estable de los padres” (Catecismo de la Iglesia Católica 2353).
De todas formas, incluso si no tuviésemos en cuenta ese aspecto, aunque nos “olvidásemos” del adulterio por algún tipo de razones “pastorales”, la situación de esa pareja sería de pecado grave, como la de cualquier pareja que tiene relaciones sexuales sin estar casada y tiene la intención de seguir teniéndolas. Por lo tanto, seguirían sin poder recibir la absolución ni la comunión.
Si defendiésemos que esa pareja, que no está casada según el propio cardenal, puede moralmente tener relaciones sexuales, habría que decir, por las mismas razones, que también puede tener relaciones sexuales cualquier pareja de hecho o de novios, porque su situación a este respecto es la misma (o incluso menos grave, porque al menos no están cometiendo adulterio).
¿Qué es exactamente, entonces, lo que propone el Cardenal Kasper? ¿Qué la fornicación deje de ser considerada pecado? ¿O que deje de serlo la bigamia? ¿O que la Iglesia conceda la absolución de sus pecados a los que no se arrepienten y deciden enmendar sus pecados graves? ¿O que se pueda comulgar sin necesidad de confesarse de los pecados graves? Al menos una de estas cosas es necesaria para que funcione su propuesta, pero todas son disparates doctrinales.
No basta decir que no se cambia la doctrina y que se trata sólo de una propuesta pastoral, cuando la práctica pastoral que se propone implica necesariamente cambiar cuestiones fundamentales de doctrina. En esa argumentación, la palabra “pastoral” es una “palabra talismán”, según la terminología de López Quintás, que pretende solucionar mágicamente los problemas y evitar que se considere realmente la cuestión. Así pues, hay que concluir que la propuesta que ha hecho el Cardenal Kasper no es en absoluto un mero tema pastoral, sino una cuestión dogmática de enorme importancia.
Esto no es algo nuevo. Ya lo señaló el Cardenal Ratzinger en 1994, como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe:
“Por consiguiente, frente a las nuevas propuestas pastorales arriba mencionadas, esta Congregación siente la obligación de volver a recordar la doctrina y la disciplina de la Iglesia al respecto. Fiel a la palabra de Jesucristo, la Iglesia afirma que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el anterior matrimonio. Si los divorciados se han vuelto a casar civilmente, se encuentran en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios y por consiguiente no pueden acceder a la Comunión eucarística mientras persista esa situación” (Carta del 14 de septiembre de 1994 de la Congregación para la Doctrina de la Fe a los obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a casar).
Es difícil decirlo más claramente. La propuesta del Cardenal Kasper no es nada nuevo y la Iglesia se ha pronunciado ya en varias ocasiones para decir que es contraria a la doctrina católica.
En fin, recapitulemos. La propuesta del Cardenal Kasper de admitir a la comunión a los divorciados y, a la vez, mantener la indisolubilidad del matrimonio sacramental implica o bien dos matrimonios simultáneamente válidos (y por lo tanto, la bigamia) o la convivencia de hecho con la segunda pareja (y por lo tanto, la fornicación y el adulterio). En cualquiera de los dos casos, esa pareja está en situación objetiva de pecado grave y, por lo tanto, no puede comulgar ni recibir la absolución si no hay arrepentimiento y decisión firme de acabar con esa situación.
Para poner en práctica la propuesta del Cardenal Kasper, es necesario o bien eliminar la condición de pecado grave de la bigamia o la fornicación, o bien eliminar la necesidad de confesar los pecados graves antes de comulgar, o bien eliminar la necesidad del arrepentimiento y el propósito de la enmienda para poder recibir la absolución. Las tres posibilidades son contrarias a las respectivas doctrinas constantes e irreformables de la Iglesia, lo cual desmiente la afirmación de que se trate de una mera propuesta pastoral.
Es totalmente ilegítimo utilizar la palabra “pastoral” para tranquilizar a los católicos y para ocultar la verdadera sustancia dogmática de la cuestión. En cuanto se analiza lógicamente la cuestión, resulta evidente que se trata de una propuesta que ha sido siempre rechazada por la Iglesia por oponerse frontalmente a la doctrina de la Iglesia y a la Ley de Dios, como enseña la Congregación para la Doctrina de la Fe.


Blog: Espada de Doble Filo (20.05.14)


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