miércoles, 20 de agosto de 2014

La responsabilidad de los intelectuales.


Por Agustín Laje (*)
En 1969, Noam Chomsky publicaba un libro titulado de igual manera que esta columna, basado en una conferencia pronunciada por el lingüista norteamericano en Harvard ese mismo año.
Sus esfuerzos se dirigían, básicamente, a señalar la responsabilidad de los intelectuales connacionales en el desarrollo de la Guerra de Vietnam.
Veinte años más tarde, en 1989, Karl Popper pronunció una conferencia titulada de la misma forma en St. Gallen, en la que reflexionó sobre la responsabilidad de los intelectuales en la Segunda Guerra Mundial y el síndrome platónico de arrogarse la entera dirección de la cosa pública.
Si nos abstraemos del tiempo y del lugar, las tesis en cuestión, esbozadas por dos pensadores ideológicamente ubicados en las antípodas, entrañan una significación de alto calibre: los intelectuales tienen responsabilidades sociales relevantes. Pero dado que sólo puede ser responsable aquel que, en virtud de su acción social, tiene impacto sobre la sociedad, se deduce que el intelectual, lejos de la caricatura del “ratón de biblioteca” aislado del mundo real, configura una categoría social con poder efectivo sobre el desarrollo de la historia.
El filósofo marxista Antonio Gramsci decía que “todos los hombres son intelectuales, pero no todos los hombres tienen en la sociedad la función de intelectuales”. Y la función del intelectual es precisamente la de liderar culturalmente a una sociedad; el sociólogo Pierre Bourdieu diría, en esta línea, que como detentadores del “capital cultural”, los intelectuales son quienes dominan el campo de producción simbólica en una sociedad.
Los intelectuales, en tanto que función social, han existido desde que las sociedades existen. Llamados philosophoi en la antigua Grecia, escribas en tiempos de Cristo, clérigos en la Edad Media, humanistas durante el Renacimiento, ilustrados en tiempos de Iluminismo, e intelectuales, más recientemente, a partir del “affaire Dreyfus” a fines del siglo XIX hasta nuestros días. Distintos nombres para una misma función: la de establecer la moral de una sociedad y discutir y promover los fundamentos que hacen a nuestra convivencia.
A menudo escuchamos que Argentina está padeciendo una crisis de orden moral; que los valores se encuentran fuera de la esfera de lo cotidiano; que los anti-valores lo han inundado todo; que la cultura del trabajo está en peligro de extinción; que los lazos sociales están completamente debilitados. Lo que poco se escucha, al contrario, son reflexiones sobre la responsabilidad de nuestros intelectuales en este estado de cosas; y va de suyo que una importante cuota de responsabilidad tienen.
Nadie puede decir que el kirchnerismo no ha entendido la responsabilidad, es decir, el poder, de los intelectuales en la sociedad. En efecto, desde sus primeros años de presidencia, Néstor Kirchner empezó a hegemonizar a numerosos intelectuales que terminaron articulados bajo el denominado espacio “Carta Abierta”, agrupación oficialista en gran medida artífice del relato que pronunció el kirchnerismo en sus batallas más intensas: contra el campo, los medios y la Justicia. Y más recientemente, la llamada “Secretaría del Pensamiento Nacional” obsequiada al intelectual kirchnerista Ricardo Forster representó el clímax de esta relación de servilismo entre poder político e intelectuales orgánicos.
El kirchnerismo entusiasmó, en concreto, al intelectualismo setentista, comprometido con ideologías oxidadas propias de trajinados momentos pasados de la historia argentina. Y así volvimos a la cultura política de lo “nacional” contra lo “cipayo”; de lo “popular” contra lo “oligárquico”; de la “patria” contra la “anti-patria”. Y así volvió el populismo, hijo precisamente de la fractura social discursiva según la teoría del intelectual kirchnerista Ernesto Laclau, no en vano el más reconocido promotor académico del populismo.
Mucho se habla en estos momentos sobre un “fin de ciclo”, en referencia a que no tendríamos más kirchnerismo en 2015. Pero un cambio de figuras y sellos políticos es apenas un cambio formal –aunque no real– cuando culturalmente una sociedad no acompaña este cambio adoptando valores superadores.
Un verdadero “fin de ciclo” que lleve a la Argentina a tiempos de más institucionalidad republicana y menos populismo; de más libertades individuales y menos estatismo; de más federalismo y menos centralismo; de más transparencia y menos corrupción, implica cambios mucho más profundos que el cambio de nombre del próximo ocupante del Sillón de Rivadavia.
La responsabilidad de los intelectuales, en estos menesteres, será ineludible y decisiva. ¿Veremos surgir en la escena argentina a un nuevo tipo de intelectual, distinto del que ha tenido protagonismo en la última década?
(*) Agustín Laje dirige el Centro de Estudios LIBRE, y es autor del libro “Cuando el relato es una FARSA”.


La Prensa Popular

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