lunes, 30 de marzo de 2015

Perfil del militante.

por Carlos Daniel Lasa  
La política no es más que la continuación de la guerra conducida con otros medios.
El mundo político es bastante afecto a utilizar términos tomados del ámbito castrense. Esta realidad tiene lugar cuando un estado de excepción ‒como es el de la guerra‒ se convierte en algo habitual. La política, en consecuencia, se transforma en un escenario signado por la lucha permanente: por eso resulta lógico referirse a cada contendiente como “militante”.
Cuando un político de alma castrense toma el poder en una nación, establece, mediante una decisión primera, una neta división entre amigos y enemigos. De este modo, produce la asociación mediante la disociación. El líder se rodea de soldados que militan a favor de su causa: él les promete seguridad y protección frente a las amenazas del enemigo. Y obviamente, esta promesa exige del militante, como contrapartida, deponer su pensar y su querer. Bauman, refiriéndose a Stalin y a los militantes comunistas, expresaba: “Diciéndoles cada día qué hacer, Stalin les quitaba de encima el peso de la responsabilidad resolviendo por ellos la inquietante tarea de entender. En verdad, Stalin era omnisciente. No necesariamente en el sentido de saber todo lo que había por saber, sino en el de decirles a todos lo que necesitaban y debían saber. No necesariamente en el sentido de distinguir infaliblemente entre la verdad y el error, sino en el de trazar la frontera autorizada entre la verdad y el error que era preciso obedecer”[1].
El militante, tal como lo señala Pellicani, tiene las características de un monstruo sociológico puesto que sus impulsos, actitudes y facultades están orientados en una única dirección: el aplastamiento, sin piedad, del enemigo. Es un técnico elevado a su máxima expresión, un hombre unidimensional, usando la expresión de Marcuse.
Como ya expresé, el militante renuncia a pensar con cabeza propia, enajenando el acto humano más genuino. Practica una verdadera epojé en lo que respecta al acto de pensar y, en su lugar, se fía (cree) en la solución que le ofrece su líder. Sucede que su pensar puede conspirar contra la unidad compacta del ejército al que pertenece y, mediatamente, contra el triunfo de la guerra.
El pensar genera aquello que el militante no puede permitirse: la diversidad. Hasta los mismos intelectuales, no dominados por las exigencias de la inteligencia sino de la pasión, asumen, como lo señalaba Benda, los rasgos de esta última: la tendencia a la acción, la sed por un resultado inmediato, la única preocupación por el objetivo, el desprecio por los argumentos, la exageración, el odio, la idea fija[2].
El militante tiene en claro que la existencia de un único querer sólo es posible a partir de un mismo pensar. De allí que él se transforme, esencialmente, en un anti-democrático y en un anti-republicano. Su inclinación hacia el totalitarismo brota de su misma esencia de militante, de guerrero de una causa que debe ser la causa vencedora. Quien no está con nosotros, decía Lenin, está contra nosotros. La gente independiente, en la historia, es pura fantasía[3]
El espíritu del militante vive, de modo habitual, en un permanente estado de beligerancia: la paz no tiene cabida en ese espíritu. La violencia, consecuentemente, es su signo más distintivo. Esta violencia tiene un origen interior y su causa debe buscarse en aquel sentimiento que resulta ser un veneno para el alma: el resentimiento. Max Scheler, tal como lo hemos referido en un artículo anterior, señalaba que el resentimiento se configura a partir de una reacción emocional, absolutamente negativa, frente a un otro. La tenaz y desmesurada memoria de una ofensa recibida de ese otro, propia del resentido, se adueña del alma. La perenne presencia del ofensor invade al resentido y estalla, sin contención alguna, en un momento determinado de un modo catastrófico.
El militante tiene, además, una visión megalómana de sí mismo. Se siente el “elegido”, el “inmaculado”, el “encargado de una nobilísima misión” cual es la de salvar al pueblo. Su deseo por lo incondicionado, por lo absoluto, lo hace propenso a ser dominado por fantasías escatológicas que adquieren, a menudo, rasgos paranoicos[4].
Pareciera que el militante ha invertido la célebre máxima de Clausewitz según la cual “la guerra no es más que la continuación de la política con otros medios”[5]; para el militante, “la política no es más que la continuación de la guerra conducida con otros medios”. Y la guerra es, nos dice el mismo Clausewitz, “… un acto de fuerza que se lleva a cabo para obligar al adversario a acatar nuestra voluntad”.



*

Citas
[1] Zygmunt Bauman. El retorno del péndulo. Sobre psicoanálisis y el futuro del mundo líquido. Madrid, F:C:E., 2014, p. 118.
[2] Cfr. Julien Benda. La traición de los intelectuales. Santiago de Chile, Ediciones Ercilla, 1941, p. 47.
[3] Cfr. Gorki, Maksim, Lenin. Roma, Editori Riuniti, 1968, p. 48.
[4] Cfr. Luciano Pellicani, op. cit., p. 101.
[5] Karl von Clausewitz. Della guerra. Milano, Mondadori, 1970, vol. I, p. 38.



Fuente: ¡Fuera los metafísicos! • Marzo 29, 2015

No hay comentarios:

Publicar un comentario