jueves, 1 de diciembre de 2016

El marqués Fidel Castro.


por Juan Manuel de Prada
Fidel Castro ha sido un marqués que ha defendido su marca contra once presidentes estadounidenses. 

Quien mejor definió en vida a Fidel Castro fue José María Pemán, a través de su personaje Séneca, que veía en el cubano a un “marqués” en el sentido medieval del término, alguien que defendía una “marca”, encastillado en sus almenas y sosteniéndolas “con un empuje animal”. Y esto, en efecto, ha sido Fidel Castro: un marqués que ha defendido su marca contra once presidentes estadounidenses, durante casi sesenta años, hasta morir tranquilamente en la cama, contemplando la decadencia del enemigo que en otro tiempo ostentó la hegemonía mundial. 
El Séneca de Pemán, además de definir a la perfección a Fidel Castro, ofrecía --¡en 1959!—la fórmula para derrotarlo, que consistía en que los Estados Unidos lograran venderle una máquina refrigeradora: “Si lograran vendérsela –afirmaba el Séneca--, a los pocos meses Fidel Castro se afeitaría y haría una visita de buena vecindad a su enemigo”. Pero los yanquis hicieron exactamente lo contrario de lo que Pemán proponía: en lugar de vender máquinas refrigeradoras a Castro, urdieron un oprobioso bloqueo comercial que le permitió convertir a su pequeño país en un ejemplo mundial de resistencia heroica frente al imperialismo. Por supuesto, tal logro lo hizo a costa del sufrimiento de su propio pueblo; pero los cubanos prefirieron sufrir a manos de uno de los suyos que a manos de los yanquis que les habían impuesto el bloqueo.
Y todo esto lo logró el marqués Castro a poco más de cien kilómetros de las costas de Florida, repeliendo algún intento de invasión y malogrando decenas de planes de magnicidio. Si los yanquis fueron responsables, con su oprobioso bloqueo, de que el marqués Castro pudiera defender su marca mucho más todavía lo fueron de que se convirtiera en un mito, un nuevo David enfrentado a Goliath. Y como contra los mitos es imposible luchar, el marqués Castro venció a los todopoderosos Estados Unidos, que hubiesen querido convertir Cuba en otro Puerto Rico; pero esta victoria fue erigida sobre un fracaso, porque se acompañó de una demente construcción del “hombre nuevo”, que es la manía predilecta de todas las revoluciones. Y para construir ese imposible “hombre nuevo” comunista, Castro no vaciló en celebrar juicios masivos, en fusilar a mansalva, en mandar a los católicos a las catacumbas, en crear un Estado policial de pesadilla, convirtiendo a cada cubano en un delator de su vecino. Si la creación de un “hombre nuevo” es siempre criminal, en el país del relajo, donde las playas tienen forma de cadera femenina, es algo parecido al genocidio. 
Decía Foxá que Cuba, al darnos el azúcar, el café, el ron y el tabaco, inventó la sobremesa; y el pecado mayor de Castro fue dejar al pueblo que inventó la sobremesa sin aperitivo siquiera.
Claro que este pecado no habría sido posible sin el bloqueo decretado por los Estados Unidos. Decía Toynbee que, en la historia de cualquier civilización, siempre hay dos fuerzas en aparente tensión cuyo choque se anticipa cataclísmico; pero que no hay más que esperar para que esa tensión acabe por hacerse alianza. Para Toynbee, Castro era el demonio de carne y hueso que el descreído capitalismo necesitaba para mantener inquietos a sus súbditos, una vez que habían dejado de creer en el verdadero demonio. La tesis de Toynbee es propia de quien contempla la Historia con impasibilidad científica; pero hay que reconocer que el tiempo le ha dado la razón. Existen, en efecto, unas leyes secretas que acaban fundiendo posturas que en apariencia parecían antagónicas. Y la muerte del marqués Castro no hace sino acelerar esta fusión. Las guerras ideológicas, a la larga, siempre terminan en tratados de comercio.


(ABC, 28 de noviembre de 2016)


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