domingo, 1 de enero de 2017

Un fin de año entre budistas, vacas y protestantes.

P. Javier Olivera Ravasi
 “Si hiciésemos el sacrificio de comer carne sólo una vez por semana, en breve se solucionaría el problema”.
Cuentan que, en Argentina, una vez que el general Perón intentó bajar el precio de la carne en una de sus presidencias, dijo:
–          “Si hiciésemos el sacrificio de comer carne sólo una vez por semana, en breve se solucionaría el problema”.
Y nadie le hizo caso…, porque en mi país no somos vegetarianos pero sí comemos animales que lo son.
Pues bien; aquí en el pleno Himalaya oriental, al norte de la India, la vaca es un animal sagrado; ¿por qué? Porque dicen que es como nuestra madre, que nos amamanta dando leche.
Cuando pregunté el por qué comen carne de cabra entonces (pues también nos da leche la pobre), nunca supieron responderme…
La cosa es que con el Padre Federico nos habíamos preparado y, en una de nuestras expediciones a las aldeas vecinas, medio de contrabando, habíamos comprado dos kilos de carne vacuna a un musulmán que pensábamos comer el 31 de diciembre en la noche.
Pasó el día, arreglamos las cosas con dos familias de neo-conversos al catolicismo y todo estaba casi listo: comeríamos un poco de carne vacuna con… ¡arroz! ¡Pero con carne al fin!
Como aquí todo se maneja en base al calendario solar (a pesar de tener luces y todo), la cena estaba programada a eso de las 18.30; luego nos quedaríamos conversando y disfrutando tranquilos hasta donde aguantásemos. Los más valientes, esperarían las 12 de la noche. Yo no…
Habíamos celebrado la Misa el sábado a la tarde (los dos solos pues aquí apenas si los domingos vienen unos poquitos paganos y unos tres o cuatro ex–protestantes a misa), nos disponíamos a ir a esa pequeña casa familiar cuando, como de repente, nos llamaron por teléfono para darnos la mala nueva: una joven esposa protestante, madre de dos niñas pequeñas (y hermana de dos monjes budistas) que estaba por dar a luz a su primer hijo varón, acababa de morir con él en el hospital (la muerte por parto es bastante usual aquí, según nos dijeron).
¿Qué hacer? En medio de la montaña, sin vehículo y con caminos destrozados; tardaríamos unas cuatro horas en llegar al hospital. Pues bien: decidimos pasar un 31 haciendo una obra de misericordia. El esposo de la joven, un buen hombre protestante también, pocos días atrás se había negado a que catequizásemos a unos parias hinduistas diciéndonos que eso podía traerles problemas a ellos, los herejes.
No había nada que pensar; avisamos que la carne de vaca podía esperar a otro 31 y, luego de pagarle a un vecino para que nos arrendase el vehículo, nos largamos en medio del frío a recorrer las cuatro horas por la montaña, a ver si llegábamos al hospital, al menos para dar nuestras sacerdotales condolencias. Sería un modo silencioso de predicar.
El viaje fue durísimo. Curvas y contra-curvas, sumado a los festejos de la gente que, en cada aldea, al ver llegar un auto, daba gritos de alegría festejando el fin de año…, sin saber que nuestro sentimiento era otro.
En el medio, el rezo de las Vísperas, las Completas y… se hicieron casi las doce. Llegamos al pueblo cuyo paupérrimo “hospital” dejaba mucho que desear. La madre y su hijito ya estaban en el ataúd y dentro de una camioneta dispuesta a regresar a nuestra aldea. Ni siquiera pudimos bajarnos del vehículo…; apenas llegamos, arrancó la comitiva fúnebre, ¡otra vez! (la camioneta, nosotros y el vehículo que llevaba al esposo). Cuatro horas de regreso…
Pasó la medianoche y, a eso de la 1.30, la comitiva se detuvo en una aldea aún a una hora de la nuestra; había un templo. Parecía más bien una parroquia; pero no: ¡acá no hay parroquias! ¿qué era? Un templo protestante; lo reconocimos rápidamente a pesar de la noche: hacía una semana habíamos estado allí, intentando hablar con el pastor quien, literalmente, nos había echado cuando quisimos proselitizarlo diciéndole amablemente que su religión y su Biblia eran incompletas y que debía hacerse católico por el bien de su alma y del rebaño que decía guiar.
Nos dijimos: “ahora nos echarán por segunda vez de este lugar”. Pero no. No había pastor; ni uno de los dos que habitan la aldea. Tampoco los hermanos budistas de la pobrecita ¡Claro! ¡Era 31 de diciembre y todos estaban de festejo!
Nos bajamos del vehículo y, el cuadro que se presentó me trajo a la memoria el entierro del Conde de Orgaz; no hubo nada de milagroso; no se apareció San Agustín como en el cuadro del Greco, pero dos curas, a las dos de la mañana, ensotanados, muertos de frío y de sueño, fueron de los encargados de ingresar el cuerpo de la joven madre y su hijito en el templo…; el padre miraba; ¿y la gente? No entendía nada.
Dimos un responso en voz baja, rezamos por esas almas para que Dios tuviese piedad de ellas, nos quedamos un rato más y finalmente regresamos al vehículo. Era tarde, aún nos quedaba una hora más de viaje hasta llegar a nuestra pequeña casita.
Al llegar a la casa, medios molidos y mareados por varias horas de viaje (ya ni siquiera recuerdo la hora), nos dijimos:
–          ¡Qué fin de año distinto! ¡Pero qué hermoso! Pudimos dar testimonio de Cristo.
¿Y la carne de vaca?
¡Que se la coman los budistas como también este testimonio!
¡Que viva Cristo Rey!



Que no te la cuenten (1/1/17)

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