jueves, 16 de febrero de 2017

El pagano liberador.

Necesitamos en la presidencia –venía a decir Joseph- no a un conservador ilustrado, capaz de finos argumentos, sino a un lenguaraz desenfrenado como Trump.
por Francisco José Contreras *
Reclamábamos aquí hace unas semanas el derecho a juzgar el trumpismo medida a medida, y no como el paquete de lentejas del refranero (ya saben, “las tomas o las dejas”). Y a fe que Trump parece empeñado en poner difícil la adhesión incondicional incluso a los más entusiastas, prodigando gestos matonescos hacia México (como esa sugerencia bárbara de detraer el coste de la construccción del muro fronterizo de las remesas enviadas por los emigrantes a sus familias) o cuestionando límites morales irrenunciables, como la prohibición de la tortura (pues me temo que el waterboarding lo es).
No ocultaré, sin embargo, que el saldo global de los primeros días de Trump me parece ilusionante. Bastaría para ello el espectáculo de la consejera presidencial Conway y el vicepresidente Pence dirigiendo inequívocas palabras de compromiso a una Marcha por la Vida que anegaba el Mall de Washington. La retirada de la financiación pública a International Planned Parenthood, la inmediata restauración de la Mexico City Policy, la nominación del juez Gorsuch (“originalista”, es decir, defensor de la reaccionaria tesis según la cual la Constitución quiere decir lo que dice) para el Tribunal Supremo… En el Desayuno Nacional de Oración, Trump confirmó su intención de buscar la derogación de la Enmienda Johnson, que prohíbe a las iglesias apoyar a uno u otro candidato en las elecciones, so pena de perder sus exenciones fiscales. Se confirmaba que las promesas de la campaña no eran vacuas. La determinación de Trump es tal –y los cambios del viento en EE.UU. tienen después tal repercusión en todo el mundo- que casi nos atrevemos a soñar lo que apuntó hace días Steve Deace en Conservative Review: “Quizás en el futuro se recordará esta semana como la que marcó el principio del fin de la cultura de la muerte”.
Ha sido tranquilizador también comprobar que los guiños a Putin y el escepticismo sobre la OTAN escenificados en campaña no se traducían en acción política: la nueva embajadora ante la ONU, Nikki Haley (de origen hindú: rarezas de una administración de “supremacistas blancos”), condenó la anexión de Crimea y anunció que su gobierno apoyaría el mantenimiento de las sanciones internacionales a Rusia.
Mis amigos Angel Pérez Guerra y Rafael Sánchez Saus convirtieron la semana pasada a Sevilla en capital mundial de la trumpología al introducir la feliz metáfora del abrelatas: el humilde utensilio cisorio –escribió Saus- no se caracteriza precisamente por su pulcritud, pues “deja rastros y rebabas, puntas y filos, pero es imprescindible para romper el blindaje de un recipiente sellado”.
El recipiente es la hegemonía cultural progresista, la dictadura de la corrección política, la “estructura intelectual de permisos” a la que aludió Antonio Camuñas en el interesante Encuentro Actuall sobre las elecciones americanas. Se había convertido en una cerradura tan, tan acorazada, que no podía hacérsela saltar sin cierta brutalidad. A Trump eso le sobra. Quizás sólo un personaje de sus características podía gritar desde el atril más prominente del planeta que el rey sesentayochista está desnudo. Una figura más circunspecta habría sido aplastada por los poderes culturales de este mundo. Hacían falta muchas arrobas de provocación e iconoclastia para desafiar a ese monstruo.
¿Que Trump es un advenedizo de los principios, alguien que apoyó el aborto hasta hace no tanto, un mujeriego que se jactaba en público de sus conquistas? Casi mejor, razonaba Blaise Joseph en un artículo publicado en Mercator.net en marzo de 2016, cuando ni siquiera estaba claro que Trump fuera a vencer en las primarias y todavía se podía apostar por candidatos con credenciales conservadoras más sólidas, como Ted Cruz. Joseph se sirvió de la analogía histórica con el Bajo Imperio romano: el emperador Constantino fue un sujeto poco recomendable, tuvo varias esposas, hizo ajusticiar a una de ellas, se abrió paso hasta el poder de modo implacable. Pero precisamente ese pagano cruel y ambicioso “dio paz a la Iglesia”: con el Edicto de Milán cesan las persecuciones al cristianismo, y éste puede entonces desplegar la labor de predicación que conducirá en pocas décadas a la conversión de la romanidad. Quizás Trump haya abrazado la causa pro-vida y pro-familia por oportunismo electoral, pero lo mismo cuenta la leyenda sobre Constantino y su visión en la batalla de Puente Milvio: “In hoc signo vinces”.
Hoy ya no se echa a los cristianos a los leones. Pero, como indicaba Joseph, sí se fulmina como “homófobo” a cualquiera que se atreva a sostener que un niño necesita a un padre y a una madre. Si además precisa que es mejor para él que se trate de los verdaderos progenitores biológicos –y no de cualesquiera adultos que pasen por allí- se tachará al impertinente de poco respetuoso con los “nuevos modelos de familia” (poligamia sucesiva). Y se anatemiza como “fanático religioso” y “opresor de las mujeres” a quien intente explicar que lo que crece en el seno materno es ya un ser humano con derechos. Y como “racista” a cualquiera que ose sugerir que un país tiene derecho a regular la inmigración que recibe, o que buena parte de la inmigración islámica a Occidente no está dispuesta a aceptar las reglas y valores de las sociedades abiertas. Todas esas etiquetas funcionan como palabras-mordaza que cierran el debate, impidiendo a los conservadores desplegar una labor de persuasión moral equiparable a la que sí pudieron –gracias al pecador Constantino- llevar adelante los cristianos en el siglo IV.
Necesitamos en la presidencia –venía a decir Joseph- no a un conservador ilustrado, capaz de finos argumentos, sino a un lenguaraz desenfrenado como Trump. Alguien capaz de desafiar uno por uno, con la mayor incorrección política posible, todos los tabúes de la ortodoxia progre, que no se arrugue frente al New York Times y Hollywood, que doble la apuesta cada vez que los guardianes del dogma le tachen de ogro fascista. Alguien que llame “terrorismo islámico” a lo que se hace en Bataclan, Niza u Orlando (y no “fundamentalismo religioso”, como si los monjes benedictinos o los lamas budistas estrellaran camiones contra la multitud). Alguien que acabe con la ya asfixiante Inquisición progresista, abriendo así un espacio de libre argumentación pública que los conservadores puedan usar después para regenerar lentamente a esta sociedad.
“Si Trump llega a ser presidente de EE.UU., y por tanto el líder más poderoso de Occidente –concluía Joseph- puede cambiar fundamentalmente la cultura occidental. Los efectos de su presidencia desbordarían las fronteras de América. La gente podría volver a hablar con más libertad sobre todo un espectro de temas. La corrección política, tras ser humillada una y otra vez por Trump, quedaría seriamente debilitada. Los progresistas que buscan cerrar el debate público comprobarían que sus tácticas intimidatorias ya no funcionan”. Así sea.


Actuall (7/2/17).



*Francisco J. Contreras Peláez (Sevilla, 1964) es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla. Autor de los libros: Derechos sociales: teoría e ideología (1994), Defensa del Estado social (1996), La filosofía de la historia de Johann G. Herder (2004), Savigny y el historicismo jurídico (2004), Tribunal de la razón: El pensamiento jurídico de Kant (2004), Kant y la guerra (2007), Nueva izquierda y cristianismo (2011, con Diego Poole), Liberalismo, catolicismo y ley natural (2013) y La filosofía del Derecho en la historia (2014). Editor de siete libros colectivos; entre ellos, The Threads of Natural Law (2013), Debate sobre el concepto de familia (2013) y ¿Democracia sin religión? (2014, con Martin Kugler). Ha recibido los premios Legaz Lacambra (1999), Diego de Covarrubias (2013) y Hazte Oír (2014).


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